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Con esa misma decepción I/II

Vanessa Hernández

No voy a mentir, no vi la mayoría de sus telenovelas. Aun así, existe el irrefutable hecho de que Angélica Rivera casi pertenecía a mi triada de heroínas favoritas conformada por Leticia Calderón y Daniela Castro. Sí, lo sé, a pesar de ser yo más bien morena y de cabello negro, lo mío eran las protagonistas rubias de rasgos delicados que, exceptuando a Daniela Castro, no se dejaban de la villana en turno.

Por mucho que cueste a algunos admitir, Rivera, que no llegaría jamás al lugar que, por ejemplo, además de algunas de sus contemporáneas o actrices como Verónica Castro o Lucía Méndez, acariciaron —entre otras cosas porque, a diferencia de las citadas, que lo mismo podían actuar que cantar o conducir programas dominicales—, lo de Rivera era más bien un carisma regulado, cumplidor, que sólo alcanzó para algunas telenovelas.

Quizá el personaje más famoso de Angélica Rivera sea el que interpretó en la telenovela La dueña, cuyo nombre, Regina Villarreal, quedaría estampado con letras doradas en la historia de las telenovelas sucedidas en haciendas y camporales tan extensos como los vericuetos que retratarían. Sí, el personaje de Regina me hizo soñar como adolescente, más que con la idea de convertirme en hacendada, en escritora de historias donde pudiera replicar, a través de mis propios personajes femeninos, a aquella amazona a la que una traición arrojaba al pueblo más olvidado de Dios, sólo para crear el arco de transformación más fabuloso que hasta entonces un personaje femenino había tenido en el horario estelar.

La protagonista de La dueña, Regina, interpretada por Angélica Rivera, era una mujer liberada que hacía uso de su sexualidad, todo un escándalo para aquellos tiempos en que todavía la virginidad era vista como un “regalo” que no podía perderse en busca del placer propio femenino, sino en la promesa de un amor firmado literalmente con sangre, que a lo largo de casi 100 capítulos se movería entre la amargura y el odio y que eventualmente sería rescatado por el amor sincero de un entonces jovencísimo actor cubano llamado Francisco Gattorno. Aquella novela fue un parteaguas que nos mostró a una actriz capaz de dar vida a los personajes femeninos más valientes y sobrecogedores que hasta entonces habíamos visto. Como dije, aquello no fue sólo obra de Angélica Rivera, sino de Florinda Meza, de la visión de su entonces escritora Inés Rodena. Bueno, que hasta del temazo Tengo todo contigo, cantado por Alberto Ángel “El Cuervo”, que abría y cerraba la telenovela con imágenes intercaladas de la historia en sí.

Lo que los años siguientes, mejor dicho, sexenios siguientes, veríamos, sería la telenovela para la que ninguna historia televisiva nos preparó. Fue a finales de 2008 que México vería el inicio de una telenovela auspiciada por los flancos que dirigían entonces todo lo que social, política y religiosamente ocurría en el país. Después de una serie de dificultades técnicas que incluyeron la anulación de un matrimonio religioso, tuvimos a la casi reina de las telenovelas mudándose a Los Pinos y la interrogante saltó entre los curiosos: ¿sería nuestra prota el equivalente a Eva Perón? Porque hay que decirlo: al menos en México, el papel de las primeras damas nunca ha destacado lo suficiente, probablemente por ese machismo latente que todavía deambula y controla las principales avenidas del país.

Yo, francamente —lo acepto con pesar— sí llegué a alimentar ciertas esperanzas. Es decir, se me habían enunciado las capacidades de aquella personalidad “todo lo puedo” con bombo y platillo, que resultaba lógico esperar a la aguerrida Gaviota dándolo todo por los desamparados, por la clase trabajadora, quizá promoviendo iniciativas educativas o culturales dada su formación y trabajos previos. Era, por así decirlo, el acercamiento de la política con el arte más fuerte que hasta entonces se había llevado a cabo, al menos desde el interior de las paredes de Los Pinos.

Era el momento de romper el molde con el que las primeras damas se habían movido: apenas con autonomía y personalidad propias, llevando la presencia femenina más allá de lo que entonces lo habían hecho las anteriores, como dije, moldeadas por la mano masculina y guiadas entre las sombras, donde su personalidad propia no incomodase a nadie, ni porque sonara mucho ni porque callara demasiado. Siendo siempre una especie de personaje de apoyo al que había que desempolvar para las siempre necesarias notas de color que buscan promover sentimientos que en un presidente no son bien vistos, porque como todos sabemos, la gallardía y el liderazgo —idearios machistas— parecieran no compaginar con la empatía, sentimiento más afín al ideario femenino donde otras cualidades son vistas como debilidades.

Lo que vimos durante aquel insufrible sexenio no fueron iniciativas, sino números, más bien cifras sobre lo que costaba al erario público cada vuelo de nuestra prota a lugares como Miami, con un séquito que incluía familiares y amigos. Y no lo digo yo, lo dicen las investigaciones que salieron puntualmente en portales de noticias como Aristegui.

Quizá el choque más escandaloso entre arte y política que recuerde ocurrió cuando Imelda Marcos, primera dama entre los años 1965 y 1986, protagonizó un escándalo a partir de la compra masiva de zapatos de marcas tan famosas como Gucci, Prada o Dior —entre muchas otras— que, por la firma que los producía, se entendía debieron costar varios miles de dólares. Dólares cuyo destino debió ser más bien social, es decir, comunitario, porque aunque Marcos no era como tal la presidenta de su país, y se ha definido la representatividad del papel de primera dama más bien como un trabajo simbólico que no recibe pago alguno, la cruel verdad es que dentro de la política no hay papel menor, especialmente cuando se tiene acceso al erario público.

En México, el equivalente al escándalo Marcos fue, por así decirlo, una serie de irregularidades que desencadenó en un video de 7:11 minutos de duración en que la propia Rivera nos recuerda que no es una funcionaria pública, a pesar de ser la primera dama, de vivir en Los Pinos y de hacer uso del erario público. En dicho video, Rivera “explica” que la famosa Casa Blanca, símbolo de la corrupción en el sexenio de su entonces marido, fue un inmueble pagado con su propio dinero, dinero bien habido que se había ganado en su calidad de actriz, protagonizando algunas de las telenovelas, en sus palabras, más famosas dentro y fuera de México. No exagero si digo que el video, con todo y explicación, fue un escándalo aún más grande que la propia Casa Blanca, que pasó a segundo nivel cuando ésta fue defendida con uñas y dientes por quien fuera, en ese entonces, la actriz más querida en el país.

Lo que vino después fue una catástrofe de altos vuelos. Éste era el camino del héroe contado de adelante para atrás. El famoso “acabose”, que dirían los mayores en esa sabiduría lograda a través de la experiencia, que se usa para definir un estado contundente de desgracia masiva que no dejaría a su paso sino vergüenza y arrepentimiento. ⚅

[Foto: Gonzalo Pérez]

 
 
 

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