La rutina nos da paz. La estabilidad de un mundo sin demasiados cambios nos permite concentrarnos en lo importante. Hay gente adicta a los cambios, nómadas permanentes que disfrutan no saber qué ocurrirá el día siguiente. En la antigüedad, generaciones enteras vivían en condiciones muy similares. Ahora, en unas pocas décadas, el escenario cambia radicalmente. Yo miro con extrañeza a los amantes de lo volátil y me refugio en los pequeños ritos cotidianos que le dan sentido a mis días.
Hay ocasiones en las que tengo que sacrificar una parte de mi rutina. Esto me provoca cierta ansiedad, sobre todo cuando el cambio involucra a más personas. ¿Cómo asimilarán esa variación? ¿Pensarán que soy otra persona? Hace unos días tuve que modificar mi pedido en un restaurante cercano a mi trabajo. He ido a desayunar a ese negocio cotidianamente: a veces me atiende alguien que identifico de inmediato, pero muchas otras veces me sirve un mesero que se integra, de inmediato, a aquellos personajes que pertenecen al ruido de fondo de nuestra apacible jornada repetida cientos de veces.
Pues bien: en lugar del café con leche que pido en automático, hice un cambio y solicité un jugo de naranja. La petición fue obligada: un malestar estomacal –quizás inicio de una gastritis– me hizo rendir la plaza y prescindir de la bebida cuyas propiedades estimulantes nunca he podido comprobar a ciencia cierta. Entonces, ocurrió el milagro: el mesero me miró con una mezcla de diversión y sorpresa.
Después dijo que me había atendido el día anterior, lo cual me hizo sentir un poco avergonzado porque no lo recordaba. Me mantuvo la mirada unos segundos, como si esperara una rectificación o la confesión de una inocente broma. No ocurrió. Entonces, ante mi silencio testarudo, se alejó rumbo a la cocina pensando, seguramente, que me había vuelto loco. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
Comments