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Franco García

Hay quienes aman esa vida artificial


Es mediodía en CDMX y el calor azota y exaspera. La muchedumbre corre a refugiarse bajo las sombras de los pocos árboles que quedan, tomar un respiro y dar el paso siguiente. O bien, lleva puesto en la cabeza una gorra, una sombrilla, una palestina o un sobrero del tamaño de un mariachi porque el sol está de puta madre. Sudo a cántaros por las axilas y me acomodo las mangas de la camisa para que escurra con total libertad. A veces me refrescan, otras sólo me irritan y manchan la ropa. Este calor (cabrón) me recuerda a Chilpancingo, a ese desierto urbano, muy a lo Comala y con señas particulares de Dante. Habría que sentirlo para comprobarlo. En Chilpancingo todo es lumbre. En el sur están acostumbrados a vivir al rojo vivo y de menú ordenan caldos o sopas hirviendo para que caiga como gloria en el estómago. Barriga ardiendo, corazón contento. Uno arde al mediodía en la megalópolis azteca y es imposible evitarlo. A esta hora se alcanza la máxima temperatura y ni al viento se le ocurre hacer de las suyas. No cabe duda que ambos confabulan para volarnos la paciencia. Nadie puede salir desnudo a las calles de la ciudad porque sería atentar contra la moral. Además de la tunda, te ridiculizan con divulgarlo en redes sociales. Más quemado de lo normal, ni pensarlo. La ciudad no tiene playas, ríos, lagunas o posas, pero sí charcos, hundimientos y aguas negras. Qué triste que no haya dónde ir a refrescar —por lo menos— los pies, avivarnos la piel tostada. Y no hablo de las albercas, sino de lo natural, a lo dicho y ofrecido por la madre mayor. Lo que sí abundan son las cantinas o bares, suficientes para ahogarse de borracho y terminar en cualquier esquina meado, vomitado, sin dinero y sin dignidad. Doy un trago a mi Paulaner y pienso en mis amigos y familiares que ya no están conmigo para disfrutar del oro líquido. Cuánta falta hacen. Sin embargo, la mecánica de la vida consiste en seguir adelante, cojeando o arrastrándose. Las dos chicas que se encuentran frente a mí me miran y sonríen, quizás estudiantes del Claustro de Sor Juana. Levanto la cerveza en señal de salud y a cambio me dan la espalda. De pronto se acerca la mesera y me pregunta si deseo ordenar algo más y le indico que me traiga dos rebanadas de pizza de queso de cabra con chorizo argentino y una orden de papas a la francesa. “Hoy estoy de fiesta”, le comento. “Es mi cumpleaños”. La mesera me felicita a secas y se retira. Sí, es mi cumpleaños, tenía una entrevista de trabajo y no llegué. Mejor dicho: me negué a asistir. La paga era una miseria y la reclutadora no me generaba confianza. ¿Por qué las voces de algunas reclutadoras te generan rechazo, duda? Sinceramente una voz falsa, hipócrita. Lejos de sentirnos cómodos en el futuro equipo de trabajo, llegamos con miedo y a la defensiva. Odiando, quizás, a nuestro director o directora, y al resto de los compañeros. Venta de seguros, elaboración de bases de datos y engañar a la gente eran mis funciones. Viajar desde Coyoacán hasta Santa Fe era andar muerto en vida. Santa Fe de los Muertos Vivos. Hay quienes aman esa vida artificial, hinchas del matadero laboral. No, por ahora no es lo mío. No puedo engañarme a mí mismo. Así que decidí, por este día, estar de fiesta y formar parte del ejército de reserva, dijera Karl Marx, celebrar los límites de mi cuenta bancaria y sudar (a lo bestia) conforme avanzan las horas. Desconectarme de lo que acontece a mi alrededor. Los efectos de la pandemia poco a poco se van aminorando, los negocios se reactivan y uno se siente contento luego de invernar por casi dos años, dos años miniapocalípticos y veloces. La cerveza no sólo calma por breves instantes mi bochorno, sino también despierta mi apetito de Hulk. La mesera llega con mi pedido y casi le arrebato la charola de las manos con la boca. Como desesperado y como ganso. La mesera sólo me mira y en su mirada creo escuchar que no me amarran por bravo. Con crisis económicas o no, con cambio climático o no, la gente no dejará de comer, beber o fornicar. Necesidades básicas y la mayoría de las veces limitadas. Alguna vez leí en una revista de espectáculos que en temporadas calurosas aumenta el estrés y la libido, razón por la cual todo mundo transita inestable e intenso. Y ya lo creo: cachondos/melancólicos/encabronados. Después de consumir mis sagrados alimentos, vuelvo a lo mío, que la muerte es como el calor, no discrimina. Eso me gusta, que haga sufrir a ricos y pobres. Que no tenga piedad, que los derrita lentamente. Vengo de traje y zapatos de gala, casi para hacerme pasar por el agente 007, excepto que sin damas y sin fortuna. En Chilpancingo sería un ataúd u horno en dos pies, no llegaría a la esquina. En cambio en la Ciudad de México es costumbre salir así a pedir limosna. Llueva, granice, tiemble o arda, hay que vestirse formal, aparentar lo que uno no es. Ensayar la sonrisa y las palabras adecuadas para conmover al explotador. Hacerle saber que si eres capaz de soportar días calurosos, trabajar por más de diez hora, no es nada. Apenas un rasguño, importando un carajo la salud mental y física. En línea o presencial, el trabajo será nuestro pecado capital. Estamos destinados a vivir bajo el yugo de Job. Definitivamente desde este lado de la botella se aprecia distinto la vida: odiar o amar, desistir o resistir. Es cuestión de coraje. Mi Paulaner ha llegado al final y aunque por muy hotdido, quebrado o desesperanzado que esté el día, hay que celebrar por el sudor que aún nos mantiene con vida. ¡Salud!⚅

[Foto: Carlos Ortiz]


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