Se supone que en un despertar normal debería sentir mi cuerpo estimulándose de manera positiva o negativa para darme cuenta que salí del sueño. Con frecuencia, en el pasado, tuve la extraña experiencia de despertar en sitios en los que no acostumbraba estar.
La sensación de incertidumbre y desorientación inundaban mi mente al percibir que me hallaba en un lugar completamente nuevo con sus propias peculiaridades.
El transcurso de la mudanza había sido pesado y agotador. Los cambios repentinos de estancia y horarios agobiaban el cuerpo y la mente. Asentarte en un nuevo lugar después de haber vivido toda una vida en otro sitio no es algo a lo que uno se acostumbra a la primera.
Esa noche, luego de un día fatigoso, sin que tuviera la oportunidad de asimilar que me había quedado dormido durante la mudanza, desperté de manera prematura en el cuarto oscuro de mi nueva casa. No era algo excepcional.
Intentaba aclarar por completo las imágenes que venían con mis pensamientos, pero lo único que conseguí fue volver la mirada hacia mi familia que se encontraba dormida. Únicamente pude contemplar sus caras distorsionadas. Como en otra ensoñación, desperté de forma súbita en mi antigua casa. Me descubrí en medio de una experiencia horrenda pero tolerable. ¿No se suponía que debería haber algo más?
El proceso se repitió de nuevo llevándome al mismo sitio del inicio, una y otra vez en un ciclo interminable. Desperté en esas dos viviendas sin que me fuera posible distinguir la realidad por la ignorancia a la que te someten los sueños. Estar consciente de que no tienes la posibilidad de salir de ellos era como si estuviera condenado a permanecer ahí.
Sólo después de unos 30 minutos, desesperado, finalmente pude reconocer mis propios gritos ante las incitaciones estresantes que me envolvían. Entonces me di cuenta de que había logrado salir de esa prisión mental. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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