[Para esos libros que se han ido
para mi papá en su memoria
y para David Espino.]
Aunque es cierto que el dicho popular dice que “es tonto el que presta un libro pero más el que lo regresa” nunca le he hecho caso, aunque después me arrepienta porque así he perdido grandes libros que aún añoro, y que sé he perdido para siempre.
Yo tengo la mala costumbre de regresar los libros, discos, películas que me prestan, pero ese es un asunto mío.
Podría hacer un listado grande de libros, películas, revistas y discos que nunca he vuelto a ver. Podría también escribir una lista con nombres de personas, amigos, compañeros a los que les he prestado un libro que nunca, y digo nunca, han regresado a su estante, donde aún conservo su espacio, con la pequeña esperanza de su regreso; o como un recordatorio de su ausencia.
En la preparatoria tenía la costumbre de anotar el título de los libros y el nombre de quien se lo prestaba; sin embargo, fue una tarea infructuosa, anotar tantos nombres en esa lista de la ignominia que al final no servía para nada.
Es difícil no querer compartir un buen libro. Cada vez que termino de leer una novela, un libro de cuentos o un libro de poesía que me deja gustoso, lo primero que hago es pensar en algún amigo que sé que le gustará y sin que me lo pida se lo presto. Sé, o presiento que nunca lo veré de nuevo, y que después, arrepentido, sólo miraré el librero con una extraña sensación de abandono, y juro en silencio nunca más prestar un libro. Cosa que nunca cumplo, por una extraña razón que no está sujeta a mi entendimiento ni a mis razones.
Tengo que aclarar que mi biblioteca la inicie con libros de mi papá, pero debo dejar muy claro, por eso de las malas interpretaciones, que nunca fue por hurto o robo, menos gandallez. Tengo que dejar también muy claro que el gusto por la lectura viene de mi papá. Fue en su biblioteca donde encontré grandes obras que ahora yo conservo como un legado familiar, que que declaro.
El primer libro que compré fue una novela de Paco Ignacio Taibo II, Amorosos Fantasmas, que aún conservo, quizá porque nunca lo presté, o si bien lo hice fue a una persona honorable y respetuosa que valora el sacrificio que hice al comprarlo, que no son nada baratos ni es tan sencillo conseguirlos, más en un pueblo como Chilpancingo que en aquel entonces —estoy hablado de los años 90—, había sólo dos librerías pequeñas y no tan surtidas.
A lo largo de mi vida me he hecho de varios libros. Algunos aún los conservo en su envoltura, guardados, en espera. Son tantos que han rebasado su espacio, que han invadido el suelo, la cama, el burro de planchar, la sala, el buró del cuarto, el baño, una invasión caótica, pero aún así sé en qué lugar se encuentra tal autor, o tal libro, reconozco a ciegas en qué lugar encontrarlo, como si tuviera incrustado un GPS, por eso cuando falta uno me crea un desorden, un vacío; me lleno de pánico y comienzo a levantarlos, a ordenarlos, y me veo tentado por momentos, conducido por la incertidumbre a hacer un catálogo, un censo libresco, idea que se viene abajo cuando tomo algún libro para acomodarlo y comienzo a hojearlo, para luego olvidarme de tan noble causa.
Lo único que espero es que cuando uno de esos amigos o amigas (hay que ser incluyentes) abra alguna página de unos de esos libros prestados, recuerde que hay un hombre en su casa mirando el hueco que ha dejado ese libro, en espera y con la esperanza de volver a gozar con la presencia de su libro.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
Ya me pusiste a pensar si el libro de El guardián entre el Centeno lo compré o me lo prestaste, Carlos Ortiz, pero se volvió de mis favoritos y no estoy segura si lo presté… 😆
Sí no leo me hago burro...😜 Gracias Charly... Cuídate y... ¡Dios te bendiga siempre!