Escribió Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en aquel libro del siglo XIV que da pie al título del que hoy comentaremos, aclarándole a su “vecino” el amor “de cómo debilitas a todos y los dañas / muchos libros se han hecho; de cómo los engañas”. Y si leemos un poco en la historia de la literatura podemos encontrar que esa pulsión que muchos pretenden inexplicable, mezcla de placer y dolor, casi nunca ha sido ajena a la escritura, sobre todo a aquella que connota la ausencia o la imposibilidad de tener al ser amado. Anacreonte, uno de los primeros poetas reconocidos como tal, ya había hecho un reclamo parecido: “Bien es que sepas lo que es / dolor y que le conozcas, / para que te compadezcas / de muchos que por ti lloran”. Y Safo había reparado en la inexorabilidad del displacer causado por el temor de la pérdida en la práctica del: “Amor, que el pecho mío / continuamente agita, / es dulce y es impío, / y es más que una avecita / volátil y ligero. / ¡Ay! de su dardo fiero, / ¿quién consiguió victoria?”
Desde la antigüedad, pues, la sensualidad (y la sexualidad principalmente) concitada por la compulsión amorosa es un trasfondo inevitable para que la especie persista y se propague, como algunas religiones exigen, aunque hace mucho el mundo se encuentre sobrepoblado. De ese mismo modo, en la literatura pocas veces han aparecido poemas cuyo sustento básico no tenga de forma directa o implícita la problemática del amor. Pero “matamos lo que amamos”, dijo Wilde y Rosario Castellanos complementó: “lo demás no ha estado vivo nunca”. Es decir que el amor y la muerte (Eros y Tánatos), aunque no necesariamente sean las dos caras de una misma moneda, se apoyan mutuamente. El impulso que fabrica la vida también termina agotándola. Aunque la historia de ese empuje persista algunas veces: el “amor constante más allá de la muerte” quevediano.
Algo así de trascendente, tan incluso fisiológico, no puede ser pasado por alto por ningún poeta, hasta para tomar distancia de ello. Y es por eso mismo que el amor es la materia prima literaria que más lugares comunes acumula: desde su animalidad hasta su divinización, pasando por todos los grados de materialidad e idealidad posibles. Ni siquiera el misticismo se libra de su influencia; al contrario: es el amor la metáfora más usada para describir la supuesta unión de la divinidad con el ser humano. San Juan de la Cruz y Santa Teresa, de no haber recibido tal descarga de endorfinas en su experiencia contemplativa quizá habrían pasado a la historia como amantes de la talla de Juan Tenorio o el Marqués de Sade. Quién sabe qué habría sido de la Divina comedia de no existir la obsesión de Dante por Beatriz.
De muchos modos la poesía y el mundo “parecen” ser producto del amor y el desamor. Por eso no han faltado en la literatura quienes intentando comprender o creyendo que lo hacen escriben de ese concepto como de una materia de estudio necesaria para vivir bien (cualquier cosa que eso sea en cada distinta época y en cada sitio). Ovidio asegura que “el amor se debe regir por el arte” y que él es capaz de instruir con sus versos; el Kamasutra persigue más o menos la misma intención. El Arcipreste, a pesar de todo su temor divino, intenta pícaramente mostrarnos lo importante que es “el juntamiento con fembra placentera”.
Los textos más recordados de Sor Juana son los que tratan de las dificultades paradójicas que el amor acarrea, por supuesto en un contexto como el que ella padeció, que de muchas maneras persiste en la actualidad, aunque “indudablemente no se respira hoy de la misma forma” como nos aclara Hortensia Carrasco Santos en El libro del mal amor que hoy comentamos. Es éste un ejercicio literario que al acercarse al detonante poético que es la relación amorosa nos muestra también lo que ocurre en sus alrededores. Porque, querámoslo entender o no, el amor o al menos la pasión que conlleva, está siempre en el eje de las sociedades y en las causas que motivan los más pequeños cambios y los más significativos. Pero también es resignificado dentro del sistema por la movilidad o la falta de ella.
Erich Fromm observa que “En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo” y Hortensia ahonda y sintetiza esta explicación con la belleza de dos versos: “Al amor lo han tomado por sorpresa, / lo han encerrado en una coraza de limo”. No quiero decir con esto que una versión sea mejor que la otra, pero sabemos bien lo difícil que le es al pensamiento entender la manera en que se ejecuta su conexión con el sentir. Sobre todo en una época en la que la comunidad (incluso la más aparentemente simple representada por la pareja) ha pasado a segundo término en aras de la autodefinición y el “éxito” de la individualidad. “Nadie ama ahora que una fisura en la vida / se agranda y crece hasta formarse grieta”.
Descomposición es parte de la temporada, afirma el título de uno de los poemas más perturbadores de la primera parte. Y difícilmente alguien podría estar en desacuerdo. Cientos de miles de muertos, decenas de miles de desaparecidos. Las no sé cuántas decenas de mujeres asesinadas diariamente, los migrantes acosados por toda clase de violencia. Porque Carrasco Santos, como verdadera poeta que es, no evade la sangre que muchos de los demás intentan soslayar: “Algunos aprovechan para hacer zarpar sus naves / y dirigirse a violentar a mujeres y niños”. Aunque el dolor necesario para buscar consuelo y contrapeso en la solidaridad no se contagie aún a los suficientes para cambiar el mundo, su poesía no abandona lo que de humanidad debe tener para ser digna: “Me apiado de las lenguas aprisionadas / en la terquedad del silencio”.
Los diecisiete poemas que forman la primera sección del libro reflejan el contexto actual de nuestro país: “panoramas chamuscados donde el amor se ha vuelto malo”. No quiere decir esto que debamos olvidar el gran caudal violento de la historia que nos ha traído hasta este punto. Los millones que en el sur del mundo fueron sometidos y/o exterminados por el norte para lograr la hegemonía del amor neoliberal a la riqueza y al despilfarro. La colonización cultural que va volviendo zombis a los seres humanos que, dependientes de la tecnología y la banalidad, se niegan “a mirar cómo lo violento se desplaza / y se siembra en cada cuerpo / en cada fruta, en cada objeto, en cada día”.
Tampoco percibo que la autora de estos poemas memorables desdeñe o señale al amor únicamente como un tema pernicioso del que debiéramos guardarnos. Pienso que la valía principal de El libro del mal amor consiste precisamente en mostrarnos lo que más allá de la moralidad prejuiciosa y los idealismos desbocados por el mercantilismo puede hacer de ese concepto un fundamento para el ser que le de sustancia a una pervivencia que parece no tenerla. Sobre todo en la segunda parte del libro El gran juego. Porque es precisamente el aspecto lúdico el que podría “salvar al amor” (según expresó necesario para los amorosos un poeta chiapaneco de cuyo nombre no quiero acordarme). Así quién no “quisiera asomarse y distinguir ahí en el fondo / alebrijes que bailan con los sexos alzados, / liebres-dragón que mastican cazahuates / coyotas con alas que endulzan / vulvas de aguamiel y piloncillo”.
Una de las diez posibles razones para la tristeza del pensamiento que Georges Steiner enumera es la de la imposibilidad de lograr conocer verdaderamente el pensamiento del otro. Esto explica, entre otras cosas la angustia existencial que causa la separatidad. Pero, sobre todo, para este caso, plantea según el susodicho filósofo que “El acto del amor es también el de un actor. La ambigüedad es inherente a la palabra”. Por eso es tan importante la poesía y tan etéreo (o banal) el amor romántico que aún es la mayor parte del que existe en una sociedad basada en la división de clases entre opresores y oprimidos. En general se vende bien una idea que promete grandes extensiones de amoroso vacío compradas con cada vez más horas de odioso trabajo.
El libro del mal amor resalta en cambio, aprovechando la connotación que la poesía permite, lo satisfactorio que pueden ser para nuestra vida esas facetas que la moralidad y la competitividad reinante no permiten generalmente expresar: “Así el hombre te mira y te descubre / se desnuda, se tiende y se prepara / a lo que tú dispongas”. El gozo que el amor puede ayudar a descubrir en la existencia, no por primera ocasión quizá, pero sí de un modo apasionado como pocas veces, casi rayando en la molicie, es expresado por Hortensia Carrasco usando lo que la mayor parte de los poetas actuales que conozco evaden por campirano o “rural” en un país ya mayoritariamente citadino y “moderno”, como si esa parte de nuestro ser nacional debiera ser dejada atrás. O como si la gente campesina no fuese capaz de disfrutar con plenitud de su sexualidad.
Así encontramos entre los que trabajan un campo de cultivo que “las papayas son la única sustancia femenina / óvalos naranja resistiéndose al machete / mayo trae lumbre en el aire / y el campo se vuelve nidal de la lujuria / … / Hay uno cuya boca guarda el escozor de la lascivia / sabe que bajo mis telas / una maradol se abrirá lechosa y gentil”. Quien no ha sentido que “el zureo de los pichones atormenta” quizá no comprenda “la luz dura de los astros”. Este Libro del mal amor nos permite una aproximación a eso que los amantes en el clímax difícilmente pueden definir y menos comunicarse con palabras el uno al otro. Hortensia Carrasco lo logra expresando una imagen: “la noche picotea en mis costillas”.
Aunque suene demasiado añejo (o becqueriano), incluso cursi, mientras exista el amor posiblemente seguirá existiendo la poesía y viceversa. Esa relación tal vez debiera facilitar la entrada en sitios interiores que pocas veces queremos hacer conscientes. Volviendo un momento a Fromm, me parece necesario reconocer que “la satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin la capacidad de amar al prójimo, sin humildad, coraje, fe y disciplina”. Mucho de eso también se dice en este libro. El jugueteo del amor pudiera volvernos mejores si comprendiésemos al otro tan importante como uno mismo, quizá de ese modo pudiésemos evolucionar, salir de la crisálida socioeconómica que nos aprisiona, como Hortensia dice: “no sé cuál será el primero en convertirse en mariposa”.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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