Tuve una máquina de escribir en la secundaria que no he visto de un tiempo a la fecha. Mi mamá la compró para que hiciera mis trabajos escolares, pero era una tortura usar ese aparato. Recuerdo a mi tía Elva, hermana de mi padre, hablar sobre su Taller de Mecanografía; desde que tengo consciencia la mayoría de las mujeres adolescentes alababan ese taller en las secundarias de Pinotepa.
Soy un acumulador radical de cosas y esa manía en casa es un detonante de conflictos: acumulo juguetes, ropa, papeles, libros —a cada rato me insisten en depurar la biblioteca y eso que ya no compro libros—, tickets, objetos de todo tipo. Ansío coleccionar máscaras y objetos artesanales. Hoy en día acumulo plantitas. Pero nunca he tenido interés por las máquinas de escribir, ese interés que obnubila a quienes se dedican a la escritura creativa, como si este méndigo aparato, por generación espontánea, los convirtiera en escritores. Una máquina de escribir, no un libro publicado, vuelve escritor a todo mundo. ¡Qué efectiva falacia!
Apenas me dijeron que soy generación Z, personas nacidas entre 1985 y 1995, esa generación que borraron del mapa y encasillan como millenials. La generación Z no somos millenials, somos una generación de transición entre la tecnología mecánica y la tecnología digital, transitamos de lo físico-mecánico a lo físico-analógico. Quizá esa sea la razón por la cual no siento apego por las Olivetti: la única actividad física no básica que hago es jugar fútbol, porque escribir a mano no puedo debido a las secuelas de una fractura.
Uso computadoras desde los doce años, desde 1998, cuando era un privilegio usar una y tenerla. No tuve en casa este aparato: oh, esa casa de dos cuartos con techo de cartón y una cocina improvisada; oh, esa casa rodeada de mangos, guayabos, ciruelos y flores. Tuve el privilegio de la computadora porque era un alumno aplicado en la secundaria y quedé entre los veinte elegidos de toda la generación para formar parte del Taller de Computación.
Aprendí de computadoras a los doce. De lo bueno, lo divertido y lo prohibido. Es decir, Excel, Word, Point, Explorer, juegos —un juego de esquí que se acababa cuando te devoraba un oso polar— y, por supuesto, hackeo y crackeo. En la Prepa pasé horas y horas y horas, viví una cuarta parte de esa época en cibercafés de Acapulco. Jugaba —¡quién no jugó todas las versiones de Age of Empires no tuvo adolescencia!—, me volví experto en Office, me perdí en la red, descargué música, crackeé programas, luché para sabotear el contador de tiempo del ciber.
Gracias a mi madre y a mi familia materna nunca me quedé sin comer ni techo. Pero tirar dinero en cibers era un exceso. Pude pagar horas de ciber con el dinero que me ganaba en retas callejeras de futbol o en partidos llaneros donde metía dos o tres goles por partido: así es, este negro chaparro y flaco, puro hueso, pura negritud correosa, al que muchos “expertos” de futbol han dejado en la banca, alguna vez fue hábil con el balón en los pies frente a la portería y a las pruebas me remito. Y vaya que ganaba dinero metiendo goles. También gané dinero explicando los enredos del cálculo diferencial o investigando y armando los trabajos de clase de algunos compañeros.
Tuve mi primera computadora hasta los veinte. Un regalo de mi tío Vego. Era una computadora de escritorio, uno de esos revoltijos de partes. La pantalla Dell, el procesador HP, el teclado de otra marca, el ratón de marca china. Una oda la variedad de este aparato. No explotó por pura suerte, pues, además de formatear y reformatear el software, desamblé todo el hardware. Esa computadora se volvió en mi pantalla de lectura: leí artículos académicos y de opinión, novelas, cuentos, ensayos frente a ese aparato. No negaré que seguí descargando cosas indebidas, juegos; tumbé algunas páginas locales y envié cartas de amor desde ese territorio digital.
Lo acumulador no se me quita. Mi esposa acaba de dejarme claras las diferencias entre acumulación y colección. Lo vano y lo importante. No hablo de colección de máquinas de escribir, sino de las tristes tardes que pasé con la Olivetti que mi madre compró con trabajo y de lo feliz que he sido surfeando dentro de una computadora. Aborrezco con el alma a las máquinas de escribir y soy un fiel adorador de las PC.
Sé de computación lo justo y necesario, lo que siempre he sabido. Usar programas de Office, navegar en la web, descargar juegos y música y, alguna vez, esos videos selectos que en la universidad llamamos: National Geographic. Hasta investigador experto me volví buscando artículos académicos de lo que me viniera en gana. He crackeado —y acumulado— tantos programas como juegos entren en el disco duro de la computadora a mi mano.
Siempre jugué Age of Empires crackeado. Así me volví adicto al Fifa Manager y al Minecraft; a los cuales les he rastreado hasta los tanates con el código de sistema. Y, por supuesto, mi manía de acumulador me llevó, allá por el 2008, a empezar a descargar libros digitales a diestra y siniestra, sin gastar un solo peso. Tengo casi 10 gigabits de pura literatura sacada de las cloacas de la web mientras, en plena era virtual, una vieja amiga se queja porque no puede instalar el Office que recién compró.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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