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Queer

  • William S. Burroughs
  • 7 abr
  • 6 Min. de lectura

En las próximas semanas llegará a México la nueva edición de Queer (Anagrama, 2024), de William S. Burroughs, de la que —con autorización de la editorial— ofrecemos un fragmento del epílogo en el que cuenta sus andanzas por la Ciudad de México, una muy distinta a la retratada por Luca Guadagnino en su reciente película basada en esta novela.


Ciudad de México, cuando viví en ella a fines de la década de 1940, era una ciudad de un millón de habitantes con aire claro y brillante y un cielo de ese tono especial de azul que tan bien combina con los revoloteantes buitres, la sangre y la arena: el puro, amenazador y despiadado azul mexicano. Me gustó Ciudad de México desde la primera vez que la visité. En 1949 era un lugar barato para vivir, con una enorme colonia extranjera, fabulosos burdeles y restaurantes, peleas de gallos y corridas de toros y cualquier forma imaginable de diversión. Un hombre solo podía vivir bien allí por dos dólares diarios. El juicio en Nueva Orleans por tenencia de heroína y marihuana parecía tan poco prometedor que decidí no acudir a la cita del tribunal, y alquilé un apartamento en un barrio tranquilo de clase media de Ciudad de México.

Sabía que por la ley de prescripción yo no podía volver a los Estados Unidos durante cinco años, así que solicité la ciudadanía mexicana y me matriculé en algunos cursos de arqueología maya y mexicana en el Colegio de Ciudad de México. La pensión me pagaba los libros y las clases, y me dejaba una mensualidad de setenta y cinco dólares. Pensé en dedicarme a la agricultura, o quizá abrir un bar en la frontera con los Estados Unidos.

La ciudad me atraía. Los barrios bajos no tenían nada que envidiar a los barrios bajos de Asia en cuanto a suciedad y pobreza. La gente cagaba en la calle y después se acostaba encima mientras las moscas le entraban y le salían de la boca.

Algunos emprendedores, entre los que no eran infrecuentes los leprosos, hacían fogatas en las esquinas de las calles y cocinaban unos revoltijos horribles, apestosos, indescriptibles, que ofrecían a los transeúntes. Los borrachos dormían directamente sobre las aceras de la calle principal, y ningún policía los molestaba.

Me pareció que en México todos dominaban el arte de no meterse en las cosas de los demás. Si un hombre quería llevar un monóculo o usar bastón, no vacilaba en hacerlo, y nadie se volvía para mirarlo. Los niños y los hombres jóvenes andaban por la calle del brazo y nadie les prestaba atención. No era que a la gente no le importara lo que pensaban los demás; pero a ningún mexicano se le ocurriría aceptar la crítica de un extranjero, ni criticar el comportamiento de los demás.

México era fundamentalmente una cultura oriental que reflejaba dos mil años de enfermedad y pobreza y degradación y estupidez y esclavitud y brutalidad y terrorismo psíquico y físico. Era siniestro y sombrío y caótico, con el caos especial de un sueño. Ningún mexicano conocía de verdad al prójimo, y cuando un mexicano mataba a alguien (lo que ocurría a menudo), era por lo general a su mejor amigo.

Todo el que quería llevaba un arma, y leí acerca de varios casos en los que policías borrachos, al disparar a los asiduos de un bar, eran a su vez tiroteados por civiles armados. Como figuras de autoridad, los policías mexicanos estaban a la misma altura que los conductores de tranvía.

Todos los funcionarios eran corruptibles, los impuestos sobre la renta eran muy bajos y los cuidados médicos muy económicos porque los médicos se anunciaban en los periódicos y hacían descuento.Podías curarte de una gonorrea por 2,40 dólares o comprar la penicilina e inyectártela tú mismo. No había normas que restringieran la automedicación, y se podían comprar agujas y jeringuillas en cualquier parte. Esa era la época de Alemán, cuando reinaba la mordida y la pirámide de sobornos iba desde el policía que hacía la ronda hasta el presidente. Ciudad de México también era la capital mundial del asesinato, con el índice de homicidios per cápita más alto. Recuerdo que todos los días había en los periódicos historias como estas:

Un campesino que acaba de llegar del interior está esperando el autobús: pantalones de lino, sandalias hechas con un neumático, amplio sombrero, un machete en el cinturón. Otro hombre también espera, vestido con traje, mirando el reloj, refunfuñando con ira. El campesino saca de repente el machete y decapita limpiamente al hombre. Más tarde contó a la policía: «Me estaba mirando muy feo y finalmente no pude contenerme». Obviamente, el hombre estaba molesto porque el autobús tardaba, y miraba hacia la carretera a ver si aparecía, y el campesino interpretó mal esa acción, y a continuación rodó una cabeza, haciendo horribles muecas y mostrando dientes de oro.

Al borde de la carretera hay sentados dos campesinos sin consuelo. No tienen dinero para el desayuno. Pero mira: un muchacho que lleva un rebaño de cabras. Un campesino agarra una piedra y aplasta la cabeza del muchacho. Llevan las cabras al pueblo más cercano y las venden. Están desayunando cuando los detiene la policía.

Un hombre vive en una casa pequeña. Un desconocido le pregunta por el camino a Ayahuasca. “Ah, por aquí, señor”. Lleva al hombre a un lado y a otro. “El camino está aquí”. De repente se da cuenta de que el otro no tiene ni la menor idea de dónde está el camino, y para qué molestarse. Así que agarra una piedra y mata a su atormentador.

Los campesinos usaban piedras y machetes. Más sanguinarios eran los políticos y los policías fuera de servicio, cada uno con su 45 automática. Uno aprendía a tirarse al suelo. Hay otra historia real: un político armado se entera de que su chica lo engaña, citándose con alguien en ese bar. Un chico norteamericano entra por casualidad y se sienta al lado de ella cuando aparece el macho al grito de «¡CHINGOA!» y saca la 45 y acribilla al chico sobre el taburete de la barra. Arrastran el cuerpo fuera del bar y lo alejan un poco por la calle. Cuando llegan los policías, el camarero se encoge de hombres mientras limpia la barra ensangrentada y solo atina a decir: “¡Malos, esos muchachos!”.

Cada país tiene sus propias mierdas especiales, como el agente del orden sureño que hacía una muesca por cada negro que mataba, y el burlón macho mexicano no se queda atrás en cuanto a violencia. Y muchos mexicanos de clase media son tan horribles como cualquier burgués del mundo. Recuerdo que en México las recetas para narcóticos eran de un amarillo brillante, como un billete de mil dólares o una baja deshonrosa del ejército. Una vez el viejo Dave y yo tratamos de llenar una receta, que él había obtenido del gobierno mexicano de manera bastante legítima. El primer farmacéutico donde probamos retrocedió soltando un gruñido: “¡No prestamos servicio a los viciosos!”.

Caminamos de una farmacia a otra, sintiéndonos cada vez peor: “No, señor…”.

Debimos de andar varios kilómetros.

—Nunca había estado en este barrio.

—Bueno, probemos en una más.

Finalmente entramos en una pequeña farmacia, un verdadero cuchitril. Saqué la receta y una señora canosa me sonrió. El farmacéutico miró la receta y dijo: “Dos minutos, señor”.

Nos sentamos a esperar. Había geranios en la ventana. Un niño me trajo un vaso de agua y un gato se frotó contra mi pierna. Después de un rato el farmacéutico regresó con nuestra morfina.

Gracias, señor.

Fuera, el barrio parecía ahora encantado: pequeñas farmacias en un mercado, delante cajas y puestos, una pulquería en la esquina. Quioscos que vendían saltamontes fritos y caramelos de menta negros de moscas. Niños del interior del país vestidos con impecable ropa blanca de hilo y alpargatas, con caras de cobre bruñido e intensos ojos negros e inocentes, como animales exóticos, de una deslumbrante belleza asexuada. Ahí hay un chico de rasgos angulosos y piel negra, que huele a vainilla, con una gardenia detrás de la oreja.

Sí, has encontrado una perla, pero para encontrarla tuviste que atravesar Villamierda. Siempre es así. Cuando crees que la tierra está exclusivamente poblada por mierdas, encuentras una perla. ⚅

 
 
 

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