I.
No soy una persona extraordinaria, no padezco algo por lo que me considere alguien singular. Desde que recuerdo, he visto caminar las estrellas tras una palmera o encima de un ciruelo. Me escondo bajo las sábanas para huir de las personas que se la pasan jugando a la seducción, al éxito, a la dieta y a la disciplina; día y noche juegan a la lamentación y al llanto, sin que nada sea verdad. En este rincón no surgen arroyos cada vez que llueve y amanece cuando los motores de los coches empiezan a escupir prisa y estrés. Mis dedos tiemblan lejos del mar y mis escamas se secan. Cada vez que veo los ojos tristes de una mujer, mi corazón es un arma nuclear desactivada. En mi otra vida construí naves espaciales pegando patas de insectos, pero jamás encendieron. Si alguien hurga mi espalda, descubriría acantilados, arrecifes y almendros tomando ron junto a árboles de mango. Hace algunos años aterricé en el Sol, aunque desaproveché la experiencia, porque en lugar de incendiar sueños malcocinados, prendí infinidad de cigarros. Dicen que mis recuerdos son nocivos para vivir en el presente, que las cicatrices de mis rodillas no existen y que el vértigo que me da cuando bordeo cerros se debe al silencio que despliego ante las personas. En las sombras de edificios antiguos y abandonados he escrito: las cicatrices de mi piel son mordeduras quimiotrópicas de una laguna que no existe en los mapas; en días nublados, como cualquier anfibio, puedo escuchar el canto de mares antiguos; oprimo mi corazón contra las olas para combatir la depresión y la fe agotada. Una tarde de octubre miré el mar hasta quedar ciego y no supe si aquel beso fue de una ballena con cabeza de lagarto, de un huracán limpiando la maldad humana o simplemente el golpe de una mujer que defendía su parte de playa. Los años pasaron y hace tiempo tengo prohibido recoger estrellas perdidas entre las olas.
II.
Cuando mi planeta estaba a punto de naufragar comí arena para sobrevivir. Así aprendí a platicar con los árboles y las mantarrayas. Así descubrí que la eternidad es quedarse sin oxígeno en el fondo de una bahía repleta de plástico, mierda humana y peces deformes. Los pelícanos picotearon mis pupilas hasta saciarse, gracias a ello tengo una memoria fotográfica con respecto a las palmeras y los vestidos de mujeres nacidas a orillas de la galaxia. Tuve un ancestro que cultivó animales amargos en un río seco, fue quien me heredó sus aletas para tocar el cielo y poder oler la lluvia. Sinceramente, no sé de dónde vengo. Si de un planeta desaparecido, de una sierra costera oculta bajo el asfalto o de una bahía estancada en el pasado. Mis pies anfibios recorren el abecedario de los tsunamis sin peligro de muerte y mis rizos padecen desertificación extrema. Quisiera hablar de días felices, pero los ciruelos y los mangos ya no habitan el pedazo de tierra de mi abuela. A veces camino sin rumbo, con el olor del mar en las manos, tactando a la distancia el calor de pargos y bagres que anidan en el Pacífico. No sé de dónde vengo, pero tropecé contigo mientras nadabas hacia el paralelo más tropical de la Tierra y tu soledad era un acuario que germinó esperanza y cansancio en mis pulmones. Estabas intacta en una pila de agua, con tu belleza sobria y tus pantorrillas jodiendo la noche. Sabes de lo que hablo porque, al igual que yo, te gustaba volar hasta la estratósfera y caer en el mar con la columna rota y el cerebro licuado por la felicidad.
III.
Era un domingo de verano y emergió sangre de las calles. El drenaje se convirtió en un cementerio, los ficus derribaron edificios y perros callejeros conducían los urbanos. Había palomas, muchachas de ojos nucleares y labios coralinos, gatos vestidos de flores y gasolineras cerradas. No era probable, pero la biodiversidad de tu espalda me volvió mortal y desde entonces cada atardecer costeño me deja ciego e incrementa mi adicción a ti. ¿Sabías que seguir con la rutina acelerará tu envejecimiento y que la inteligencia de agua nos puede teletransportar hacia otros universos marinos? Soy como una culebrina multicolor que se esconde en las entrañas de una parota y tú no me alimentas con palabras ni almejas. Instantes atrás dije que estoy cansado, como si los armadillos y las mariposas nocturnas me hubieran maldecido. Y ese olor a candó que brota de tu ombligo me obliga a enfrentarme a olas gigantes. Es mejor deshojar la eternidad molécula por molécula, lamer la arena, buscar la fragancia prohibida en los sobacos de una estrella podrida. Hace un instante era un adolescente destruyendo el tejado de una casa con alberca, iba a la deriva mientras trepaba una palma y tenía la mano derecha quebrada. Si llegaste a esta playa y aún no te das cuenta que esto trata de hecatombes, es porque sigues caminando a ciegas, como el resto del mundo. Mientras yo salgo del mar con el corazón seco y ahorco a los pájaros frutales que descansan en tus hombros. Ya te dije que no soy un hombre extraordinario ni padezco una enfermedad rara, pero cuando miro el mar, en mi corazón germinan supernovas de agua.⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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