Escribimos un ensayo, no, nunca. Antes bien nos exponemos al juego de los significados. Tomamos el sema y lo introducimos en el texto para que arroje sus metáforas menores, sus apologías ciegas: explotamos la sintaxis y forzamos la gramática para que así se engendren bestias de palabras. Para que así salga a relucir su sentido, o mejor aún, su sinsentido.
Somos malabaristas de las interpretaciones. Jugamos con las palabras, la escritura y las metáforas, pues esto constituye el cuerpo de un libro, su carne, su realidad primera. Lo acariciamos con tropos, lo desnudamos de información y lo exponemos ante el público. Si ustedes creen que escribir es desnudarse, están muy equivocados, pues no han reparado en que desnudarse es cubrirse el cuello con una horca, es vestirse sobre un patíbulo en espera del desenlace.
Escribir es exponerse como se exponen las vísceras de una becerra que se vierten para predecir el futuro, palabra de hombre, mitad amanuense mitad brujo. Es mezclar signos en un caparazón de tortuga en espera de las interpretaciones, la recepción es lo de menos, es eso que escapa al autor, se lanza el texto como se lanza al mar una botella con un mensaje adentro.
Somos náufragos de las letras. Ya no podemos presentarnos, pues nuestro rostro está expuesto, nuestro cuerpo desnudo exhibe sus carnes ante la mirada del lector. ⚅
[Foto: David Espino]
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